Corrían los tiempos de mi preadolecencia, y participaba cada sábado en las actividades del grupo de jóvenes exploradores (Scouts) número 259 de la Ciudad de México, cuya tropa estaba integrada fundamentalmente por muchos de mis más cercanos amigos de la escuela secundaria donde estudiaba, el "Instituto Fray Juan de Zumárraga". De hecho el grupo se había formado tanto por la iniciativa de mis amigos como de sus padres, participando estos últimos o bien activamente o bien brindando apoyo al grupo desde su puesto como miembros de comité de padres de familia de la escuela.
Con ellos viví durante buena parte de mi etapa de bachillerato, aunque muy particularmente durante los tres años de secundaria, incontables experiencias y aventuras excursionando y acampando, recorriendo y conociendo por vez primera diversos lugares de la geografía de mi patria, y por razones obvias fundamentalmente de los estados aledaños al Distrito Federal, en especial los estados de México e Hidalgo.
Profundas y significativas lecciones de vida, de solidaridad humana, de contacto con la naturaleza, viví con aquellos queridos amigos, con los que las frecuentes vivencias compartidas crearon una estrecha hermandad.
De hecho la palabra hermandad es la más apropiada para el caso pues la concepción alrededor de la cual gira el escultismo esta profundamente vinculada con los elevados ideales de diferentes fraternidades como son las de los toltecas, masones, rosacruces, templarios, entre otras. Compartiendo todas ellas como parte de su estructura, ritos de pasaje, pruebas y ceremonias para alcanzar grados, cargos específicos con responsabilidades concretas ocupados por los integrantes según sus grados, por citar tan solo algunos ejemplos.
Después de algún tiempo con el trabajo semanal y las experiencias en medio de la naturaleza, poco a poco fuimos entrenando nuestros cuerpos para soportar el contacto con los elementos e incluso llegar a disfrutarlos. Desarrollamos habilidades de atención, observación, organización grupal, etc., que nos permitieron lograr encender fogatas en condiciones muy difíciles, montar campamentos y hasta hacer construcciones con materiales naturales, cocinar alimentos incluso improvisando con aquello que teníamos a la mano o nos entregaba la naturaleza, y muchas otras cosas más. Aquellas experiencias nos infundieron confianza en nosotros mismos y en nuestras habilidades, nos dieron principios derivados no de teorías morales, sino de profundas vivencias personales. Las largas caminatas templaron nuestro carácter, nuestra voluntad. Las condiciones durante los campamentos nos dieron tolerancia, en fin que sin darnos cuenta, poco a poco, tanto nuestro cuerpo como nuestro espíritu se fue fortaleciendo.
Sin embargo toda aquella preparación para la vida ocurría en medio de juegos, de exploraciones que despertaban la curiosidad y estimulaban nuestra mente. Durante los campamentos, cobijados por la noche, reunidos alrededor de una fogata, compartíamos alimentos, historias, cantos acompañados de una guitarra, así como nuestros sueños e ideales, todo aquello enmarcado por una naturaleza exuberante y un cielo profusamente estrellado.
Como fue natural en medio de todo eso, la pasión por la música, herencia de mi madre y mi abuelo materno, me llevó a mi también a aprender a tocar guitarra inspirado por las voces e ideales de una expresión cultural destinada a trascender por ser portavoz del despertar planetario, el Canto Nuevo, la Nueva Canción Latinoamericana y la Nueva Trova Cubana.
Faltaban varias décadas para poder empezar a vislumbrar siquiera como todo aquello era un premonitorio fractal de los eventos que mas adelante en mi vida me acompañarían y me llevarían a un encuentro más profundo con el espíritu de México.
En fin que después de tantas experiencias y preparación, un día fue también natural que consideráramos como grupo una meta mayor, los volcanes aledaños a la cuenca del Valle de México. Los majestuosos Popocatepetl, el volcán masculino y la Iztaccihuatl (la mujer dormida).
Como primera aproximación, excursionamos por las faldas del Popocatepetl e intentamos subir un poco, no demasiado, pues nuestro grupo no contaba con el entrenamiento y equipamiento necesario para realizar excursiones de alta montaña.
Tiempo después llegaría el momento de una cita que nos llevaría a intentar ahora ascender la Iztaccihuatl, por el lado de la cabeza para acampar un poco antes de la nieve.
Javier y Luis, hermanos mayores de mis amigos y en etapa universitaria, ocupaban los cargos de jefes de tropa, y bajo la supervisión de Andrés nuestro jefe de grupo, asumían la responsabilidad y nos guiaban con su experiencia, sin embargo ahora para las reuniones de planeación hacia esa nueva meta, fue invitado Héctor, un singular personaje apodado "El Protasio", para mas señas Lumpen Mayer Castel de Oro, que por su experiencia en montañismo serviría como guía (sherpa) y apoyo. También, de manera premonitoria a los eventos de mi vida en el futuro, aquel personaje tenía un profundo vínculo con los Himalayas y el Tíbet, tanto por su interés en el montañismo, como por el hecho de ser habido lector de las historias de Lobsang Rampa, de las que de cuando en cuando algo nos compartía.
Llegó el día de la cita y salimos de madrugada de la ciudad de México rumbo a Amecameca, poblado cercano a la falda de los volcanes. Recuerdo que a partir de allí empezó nuestra interminable caminata misma que duró todo el día y toda la noche, con solo algunas paradas para tomar un poco de alimento y breves descansos. No tengo claridad total pero creo que improvisamos un campamento durante el trayecto pues no recuerdo que hayamos llegado a Tlamacas, el primer refugio, sino hasta el día siguiente.
Al llegar al rustico refugio, tuve una de las mas importantes lecciones de solidaridad humana de mi vida. En aquel sencillo albergue en mitad de la nada, había algunas mantas, latas con comida, un poco de combustible para estufas y lámparas, entre otras cosas. Nuestros guías, de mayor edad y con experiencia derivada de ascensiones previas, comentaron que esos objetos fueron dejados por anteriores ocupantes, tanto para aligerar su carga de objetos que ya no necesitarían mas, como para ayudar a otros que vendrían después.
Aquello me impresionó profundamente, nosotros aprovechamos lo que nos servía durante esa estancia y a nuestro regreso, haríamos lo mismo para que lo aprovecharan los que llegarían mas adelante.
Continuamos nuestro caminar rumbo a la cabeza de la volcana, tomando rutas de fácil acceso pues como ya mencioné, no contábamos con equipo ni de alpinismo, ni de alta montaña.
Cuando estuvimos a aproximadamente un centenar de metros del límite donde comenzaba la nieve, finalmente nos detuvimos e instalamos nuestro campamento.
No puedo describir con palabras la experiencia de estar tan cerca de la cumbre de un ser colosal como es la Iztaccihuatl, aun cuando mi consciencia en aquellos tiempos estaba muy lejos de poder concebir aquella montaña como un ser vivo, mi interior si lo sabía.
Lo que si puedo describir es lo que mis sentidos percibían: Protegido por ropa abrigadora, una gruesa chamarra, guantes y un pasamontañas, de pie sobre un terreno árido y algo rocoso, un sutil viento frió se dejaba sentir en aquel entorno. Abajo una suave y continua capa de nubes blanquiazules semejaba una etérea alfombra que nos aislaba del mundo, dejando visible tan solo la nevada cima donde nos encontrábamos y algunas más, un cielo azul y el sol amarillo-naranja del atardecer, ambos con tonalidades enrarecidas por el efecto de la altura en una fantástica visión que se perdía donde terminaba el horizonte.
Al ir cayendo poco a poco la tarde, mientras prendíamos una fogata con leña que cada uno de nosotros había recolectado en el tramo previo a nuestro destino final donde aun era posible encontrar algunos troncos, poco a poco, un majestuoso cielo estrellado como nunca antes había visto en ningún lugar, se fue desplegando.
Mientras cenábamos y calentábamos un poco nuestros cansados y helados cuerpos, por encima de nosotros surgía un majestuoso océano cósmico formado de espacio e infinitas luces, la mayoría fijas pero titilantes, y de cuando en cuando, algunas errantes que surcaban el horizonte de extremo a extremo.
Después de contemplar por un buen rato aquella portentosa y sobrecogedora visión, algunos del grupo decidimos caminar unas decenas de metros mas, alejándonos un poco de la fogata hacia la nieve. De pronto pude percibir en medio de aquel cielo sin luna, algo así como una inmensa nubosidad brillante y lechosa.
Atónito ante algo nunca antes visto por mis ojos, mi mente se preguntaba ¿Que es eso?, y como respondiendo a mi inquietud, uno de mis acompañantes al ver mi mirada perdida en dirección a aquel brillo afirmó, ¡Es la vía láctea!.
La combinación de comprender ahora lo que mis ojos veían, simplemente estremeció mi corazón y dio una nueva magnitud a mí ya de por si empequeñecida dimensión humana que con el interminable caminar había tomado consciencia de su insignificante proporción comparada con la de la colosal anfitriona que nos acogía. Después de un rato mis amigos decidieron regresar, y yo me quedé en silencio, solo, acompañado por la montaña, humilde y extasiado ante la inmensidad el universo.
Por aquel entonces no era aun capaz de comprender la visión ancestral que considera a las montañas como seres vivos y conscientes. Mucho menos tenía idea de que era conveniente pedir permiso y ofrendar antes de intentar su ascenso, costumbre ritual de los guardianes de conocimiento de todo el planeta. Acto que es capaz de producir diversos efectos en caso de obtenerse el permiso.
Por un lado el de transformar radicalmente la experiencia, así como aligerarla, al modificarse de múltiples maneras la percepción del espacio y el tiempo. Sin embargo, en aquella ocasión, a pesar del pobre estado de consciencia en que me encontraba, la montaña me trato de manera amorosa y gentil, al igual que al resto del grupo, brindándonos una inolvidable experiencia.
Sin embargo al descenso aun me esperaba otra gran lección, una más. Al amanecer del día siguiente, nos levantamos para recoger el campamento e iniciar el largo descenso. Estábamos todos listos para dejar el lugar cuando de pronto algo en mi interior se reveló, y me hizo bajar la mochila. Recuerdo que entré en un estado alterado de consciencia en que tenía absoluta certeza de que debía quedarme allí y no bajar, por lo que externé a mis acompañantes en voz alta: ¡Yo me quedo, de aquí soy, este es mi hogar!.
Desconcertados, inicialmente mis amigos lo tomaron a broma, pero después de un rato de ver lo firme de mi postura, primero trataron de convencerme de bajar, para luego, al constatar que era definitiva e inamovible mi decisión, tomar mi mochila y por la fuerza, aunque de manera amistosa, obligarme a descender.
Si bien mi cuerpo descendía con ellos, mi ser permanecía en la cima de la montaña.
Después de haber bajado un buen trecho, algo en mi empezó a reaccionar y a darse cuenta de que ellos llevaban por turnos mi carga, por lo que agradeciéndoles el sobreesfuerzo, les pedí que me dieran mi mochila y continué el descenso el resto de camino, junto con ellos y por mi propia voluntad.
La explicaciones que tenían sentido en las mentes científicas de los responsables de grupo, uno de ellos estudiante de biología y el otro de ingeniería química, era que como para ahorrar peso se había tomado la decisión de llevar a la cima la menor cantidad posible de agua y mejor derretir hielo para obtener el vital liquido. Según sus explicaciones, esa agua tomada durante la noche no tenía las sales suficientes para el correcto funcionamiento de mi organismo, y debido a la falta de ellas mi mente había desvariado entrando en el estado de consciencia conocido como “Mal de montaña” (¿?). La otra explicación apuntaba a que el síntoma era debido a lo enrarecido del aire cercano a la cima.
En fin que ahora, muchos años después de aquellas vivencias, de haber pasado yo mismo por una deformación profesional vinculada con la ciencia para después recuperar mi propio camino espiritual, en contacto con diversas tradiciones y nutrido por la sabiduría de múltiples hombres de conocimiento tengo la certeza interna de que aquel estado no fue debido a efectos físico-químicos u otras causas materiales, sino a la manifestación concreta del espíritu.
Fue tan significativa toda aquella experiencia, que incluso muchos años después, cuando la vida me llevó durante casi dos décadas por los caminos vinculados con la astrofísica, y visitaba la montaña donde se encuentra el telescopio óptico de 2 metros de diámetro, el mas grande de México hasta la fecha, ubicado en el Observatorio Astronómico Nacional a cargo de la U.N.A.M., en el Parque Nacional de San Pedro Mártir en la sierra del mismo nombre en el estado de Baja California Norte, a unos 300 Km. al sur de la ciudad de Ensenada.
Cada vez que me era posible trataba de salir por la noche a caminar por la montaña, o al menos por el barandal exterior ubicado en el tercer piso del edificio donde se encuentra el telescopio, para contemplar el cielo a “simple vista” y evocar aquella vivencia.
Cada vez que me era posible trataba de salir por la noche a caminar por la montaña, o al menos por el barandal exterior ubicado en el tercer piso del edificio donde se encuentra el telescopio, para contemplar el cielo a “simple vista” y evocar aquella vivencia.
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